Algo se transformó para siempre
Dos capítulos más, sin diario de edición pues no hubo. Al final, una encuesta, porque siempre dudando.
Estaba atardeciendo. Los últimos rayos del sol entraban por la ventana a mi derecha. Miré a la gente hacer sus movimientos. Todos actuaban de manera natural, con el gesto de la rutina: el tipo de al lado con el celular, las azafatas, los trabajadores de la pista. Nadie decía en su rostro que estábamos a punto de elevarnos a miles de kilómetros por el aire y sobre las nubes. Nadie sabía que era la primera vez que viajaba sola.
Me gustaba que fuera un avión chico, desde un aeropuerto chico, como para acostumbrar el espíritu. Pensé en un poema que dice que el cuerpo se prepara para viajar, igual que se prepara antes de entrar a un templo, o a combate. Cerré los ojos para anticiparme al despegue y el atardecer me entró por la rendija de las pestañas. Algo dije o algo pensé en decir, una oración, un amuleto de palabras. La luz era de un cálido tan hermoso que hubiera podido estar a punto de morirme.
El vuelo tenía escala de tres horas en San Pablo. Ahí conocí a la primera mexicana del viaje. Se acercó a pedirme prestado el cargador para enchufar su celular. Venía de visitar Buenos Aires y estaba alterada porque le habían robado la cartera comiendo en un bar.
¿Vas para México sola? ¿Y ya sabes adónde vas a quedarte?
Me pidió un papel y algo para escribir, anotó su nombre, una dirección y un teléfono.
Cualquier cosa me marcas, ¿si?
Antes de irse me miró fuerte, hizo un chasquido con los dedos, después levantó el índice y levantando las cejas sentenció:
Trucha.
Jamás había escuchado esa expresión pero no necesitaba explicarla. Ojo, cuidado, atención: trucha.
Se llamaba Mayra, Mayra Martell, y era fotógrafa. Durante nuestra charla de espera me contó que uno de sus proyectos más grandes hasta el momento había sido retratar la desaparición de mujeres en Ciudad Juárez, frontera con Estados Unidos. La mayoría de las familias conservaba la habitación de su hija intacta. Enseguida la googleé y encontré su web con el portfolio. En las fotos aparecía el museo de cada una: ropa en la cama, stickers de La sirenita en una pared, una lista de metas a corto y mediano plazo pegada en el espejo: “Comprarme unos zapatos, leer a Platón, hablar y ser simpática con la gente”.
El aeropuerto de Guarulhos era gigante, ideal para caminar y diluir el tiempo, sin embargo, cuando Mayra se fue me quedé apostada en el asiento, inmóvil, hasta que se hizo la hora de volver a embarcar. Nada me sacó del estado de alerta y la espera se pasó relativamente rápido. Después voy a olvidarme de todo esto, pensé. Voy a olvidármelo como se olvidan los momentos de trance o de trauma.
Embarqué, me subí al segundo avión, dormí unas horas más, no hice contacto con nadie. Trucha porque, si no, te pescan. Así llegué a mi destino final, con una dirección anotada y la mochila cargada de yerba y dulce de leche. Tenía que hacer una fila y si a mi turno daba luz roja, me pedirían que abriera el equipaje para ver lo que llevaba dentro. Demora, preguntas, seguridad, incautarían los pedidos nostálgicos que me había hecho Mora. Entonces, me mantuve fría, concentrada, actué el gesto de la tranquilidad, la pose de quien está acostumbrada a los aeropuertos. Dio luz verde y salí airosa. En migraciones, extrañamente, no me preguntaron nada. Unas pocas palabras solemnes y el sellado de la bandera mexicana en el pasaporte: verde, rojo y vacío. Válido por tres meses, turista, bienvenida a México.
Estaba en una burbuja de ruido blanco hacía más de quince horas y 7000 kilómetros. El aeropuerto me resultaba confuso, una especie de purgatorio sin día ni noche, sin paso del tiempo ni clima. Caminé siguiendo flechas, hasta que apareció otra vez una puerta automática.
Si había estado hasta entonces en un segundo vientre, esos eran los últimos pasos de un extraño trabajo de parto. Para los bebés, que nadan plácidos dentro de la bolsa, el líquido amniótico es un agua termal embelesadora. La membrana los protege de los golpes y de los gérmenes hasta que, de pronto, se vuelve una piel demasiado fina. Se rasga inevitablemente con el temblor del útero. Los bebés, entonces, experimentan en un segundo la evolución trabajosa de los primeros peces que salieron del agua. El medio líquido es un recuerdo y hay un solo camino para tomar. Hay ruidos y los escuchan. Hay una fuerza gravitatoria que tironea desde afuera y otra que puja desde adentro, incontenible. De pronto, aparece por fin la salida, la superficie definitiva. Entonces salta el pez y unos círculos temblorosos se dibujan en el agua. Una vibración invisible rodea la cabeza.
Podía hacerme esa imagen: un nacimiento. Sin embargo, no tenía idea de cómo sería salir del segundo vientre. O sí. Del otro lado, seguramente, habría familias que esperaban a sus parientes, choferes de remis con carteles entre las manos y nombres en otros idiomas. Tal vez la gente que caminaba a mi lado, que arrastraba sus valijas con rutina, sabía adónde ir, cómo seguir su vida en tierra firme. Yo no.
Tras el umbral de la puerta había un amasijo indiferenciado de personas que buscaban rostros conocidos. Enseguida de atravesarla, escuché a Mora gritar desde el fondo y me abalancé hacia su voz, con pasos pesados por la mochila. Fuimos esquivando y chocando gente entretanto, hasta que por fin nos encontramos. En el abrazo, descargué un llanto que había estado conteniendo sin saber, aliviada, como una nena, un recién nacido. Un llanto fisiológico, casi indispensable para respirar.
Llegaste, dijo Mora, mientras me acariciaba el pelo sobre la espalda.
Llegué. Llegar era un principio.
Todavía tenía la mollera abierta de los bebés y precisaba tratamiento delicado.
*
Estoy con mi papá o con mi mamá en el supermercado; esos galpones gigantes que se empezaron a instalar en los noventa. Es un parque de diversiones infernal: pasillos largos de colores saturados, estantes de juguetes, muñecos a gran escala, bolsas de caramelos apiladas y alfajores sueltos. Camino maravillada y precavida, parece un cuento fantástico, parece Hansel y Gretel. Sé que no tengo que alejarme mucho porque podría perderme. Entonces, doy unos pasos rápidos en busca de algo. Algo que poner en el changuito, algo delicioso, un paquete metalizado que haga ruido, que no sea demasiado caro para que la empresa de convencer a mis padres resulte sencilla. Algo que haga más corta la fila y el trayecto a casa: una ilusión. Busco apurada, con una adrenalina que me hace cosquillas desde el centro de los pies. Lo encuentro y corro triunfante hasta el carrito, antes de que noten mi ausencia.
Tengo que trepar: manos agarradas a la estructura metálica, pies sobre la base que sostiene las ruedas, equilibrio aparente. El torso que se vuelca y el borde de metal que me aprieta la panza. Cuando por fin voy a dejar el paquete con el mayor disimulo del que soy capaz, descubro que la persona que timonea el carro y me mira desde arriba no es mi mamá, ni mi papá. Que es el pasillo donde los dejé, pero ya no están ahí. Que todo es igual: el contexto igual, la música igual, la luz blanca y el frío penetrante de los aires acondicionados y de las heladeras, las cajas y las etiquetas casi iguales, pero no exactamente las mismas. No conozco a quien me sonríe con esa mueca en la boca. Un gesto de lástima. Un gesto que me confirma lo irremediable: ahora estoy sola.
Además de vergüenza, siento un miedo atávico que me da vuelta el oído interno y el estómago, igual que cuando un mayor me hace la bolsa de papa.
¿Mis padres se fueron, los cambiaron, no volverán a ser nunca mis padres?
El mundo pretende seguir, pero algo se transformó para siempre.


el otro día conté la escena de estar en la Peruana, ser muy chiquita y tomar de la mano a mi mamá, levantar la mirada y encontrarme con otra señora, el desconcierto y la primera sospecha de que no iba a encontrar siempre a mi mamá ahí donde yo pensaba que iba a estar. abrazos, querida.
Casi me hace llorar ese abrazo con Mora. Gracias Ro, hermoso leerte.